Era una especie de espejismo, el suave murmullo de una flauta que se extendía por todo el espacio. Ahora eres parte de la imagen y, en cierto modo la flauta igual te invade.
El cielo no tiene la menor importancia, aquí nunca llueve. De esta forma los dioses más celosos se aseguran de que al elevar la vista sea tan sólo para contemplar la beldad de su lienzo celeste y no la pretensión de adivinar el devenir del clima. Aún así miras hacía arriba, tiene un azul de fantasía, como sólo puede estar cuando lo invocas cerrando los ojos. También vagaban perdidas unas cuantas nubecillas regordetas, una más grande eclipsaba al sol. Quizá los dioses estaban contentos, quizá era el tenúe sonido de una flauta que invadía todo el espacio, y a ti.
Tú te hallabas en medio del desierto, o ¿realmente se hallaba en medio del desierto? En ese lugar, donde un granito de arena puede ser un cosmos totalmente diferente, donde el viento puede ser una isla o la luz una melodía.
Sacaste de tu andrajosa vestimenta un viewmaster (esos aparatitos rojos a los que le instalabas discos con transparencias), empujaste la palanca a la vez que observabas. Solamente con este instrumento es capaz de ver en donde te encuentras realmente, justo en medio de las Ruinas Invisibles.
-Son hermosas, ¿no es así?
La música cesó y retiraste los binoculares para ver quién le había dirigido la palabra. Era una mujer pálida, casi traslúcida, sentada en flor de loto a su lado. Levitaba. Llevaba mantas rojas que eran sacudidas por un viento fantasma, digo fantasma por que no había tal, solo se manifestaba en aquellas telas. De sus manos podía verse una agitación espectral, como cuando el calor tiene cuerpo y el horizonte ondea.
-¿Ha estado aquí todo el tiempo?
-He estado el mismo tiempo que tú, desde tu llegada y la llegada de los que fueron antes de ti.
- Eso que suena dentro de mí, en todos lados... viene de tí. ¿en el desierto? ¿no le agobia el calor, el hambre o la sed?
La mujer hizo el primer gesto en toda la conversación, una sonrisa discreta.
-tengo todo lo que necesito. -Agitó los dedos y el sonido volvió a llenarlo todo.
Te quedaste observando y escuchando, al tiempo aprendiste a apreciar lo que escuchaba, hasta que ella habló. Ambos sonidos, el de sus manos, que eran como instrumentos de viento y el de su voz eran como caricias para cualquier oído.
-tú no tienes nombre.
-¿Lo sabes? La noche, me llama criminal, a veces la oigo llamándome Frío. El día me llama ciervo, a veces me dice Calor también. El mar me llama de muchas maneras, en muchas lenguas... pero, yo, nunca me he llamado a mí. ¿Tú quién eres?
-Sólo soy aquella a la que encuentran los que vagan en el desierto, los desorientados y descontentos, los sufridos y los que se arrastran quemándose la barriga. Ellos no me dan nombre, solo me observan y se van, algunos vuelven al suelo, otros desaparecen con la brisa.
-Siento que te conozco.
-Seguramente te han contado de mí. -Dice todo esto, pero no hay expresión en su rostro, solo mira fijamente hacía el frente.
-Dime, ¿qué tengo que hacer?
-No hay respuesta en lengua humana, puesto que es pasajera, si te lo escribo, no comprenderías mi escritura, pero tal vez entiendes escuchando.
Ella empezó a crear música con sus manos, y tú que no habías sido nombrado por ti, pero que la noche te llamaba Frío te quedaste inmóvil, solamente escuchabas, tratabas de verse a sí mismo en cada respiro de aquél instrumento. Bien pudieron haber pasado días, no se sabe, pero tuvo un final cuando te levantaste diciendo: -Gracias, he aprendido mi lección. -Al decir esto, con la vista puesta enfrente, emprendió marcha y se desvaneció a los pocos pasos.
-Vendrán muchas otras lecciones mi querido amigo. -dijo Música para sí misma y siguió tocando, a lo mejor, alguien más en algún lugar necesite aprender a escuchar.
Continúa en: Valryan: introspección. Las ruinas invisibles. (en poco tiempo)