viernes, 11 de diciembre de 2009

sin palabras





















Un trote siniestro sucumbió las escaleras hacia el apartamento 222 de la avenida Eastman. Con un pensamiento caduco, que olía más a recuerdo y una chaqueta empapada de una lluvia invernal abrió la puerta forzando la cerradura con una varilla metálica. Los muebles se desplomaron al contacto airoso del delincuente. Con la propia respiración desbarataba la decoración del piso y se movía como un depredador persiguiendo a su presa. Debajo del colchón de la cama lo encontró. Tenía la pasta verde y letras doradas que apenas dejaban leer: “Milagros robados”.



Una pistola era lo ideal para matar a una persona o un perro, pero para matar un libro habría que silenciarlo para siempre. Éste no era un asesino cualquiera, sus botas negras paseaban su gran peso por el departamento hasta llegar al baño. Tenía el libro en una mano y con la otra hizo los preparativos correspondientes en la tina. Tapó la coladera, abrió la llave de agua caliente y depositó al libro en el suelo de PVC blanco. “Tus últimas palabras” le espetó con el sudor en la frente salpicándole de ansiedad.



El asesino de libros se sentó en el borde y abrió el libro dejando ver la última página, tapó los párrafos contiguos y se enfocó en los últimos.



La noche burbujeaba destellos de luces en el camino. Burana, la chica de mis sueños estaría ahora en Brasil bailando capoeira o bebiendo alguna bebida exótica.

Yo me dirigía a lo más profundo de la ciudad en busca de algo que ni siquiera me daba por enterado que había perdido. Ya no existen los milagros, balbucee en mi mente.

Detuve el auto en ipso facto y me conduje entre la maleza hasta el puente. A mis pies me esperaba inpaciente mi funesto destino, agua corriendo con prisa por llevarme al otro mundo. Y como unos centavos caen a la banqueta para dar suerte a otra persona, así me arrojé a las profundidades de lo desconocido para traer infortunio y así mi venganza estará completa.



Las púpilas saltaban de una palabra a otra hasta leer el texto completo en cuestión de centésimas de segundos, él siempre fue un ávido lector. Cerró el libro que ahora estaba cubierto por el agua. Hizo presión con su mano para ahogar las palabras que pudieran susurrarle algún socorro. “Éste pudo ser el último de su especie, algún día podré dormir tranquilo”.



Todo el cuarto quedó impregnado de los pequeños trozos húmedos del libro, como una plaga de moscas, de esas moscas diminutas que les salen a las frutas en su tiempo de descomposición.



Salió de la escena del crímen y se unió a la rutina de la calle mientras la noche burbujeaba en luces y ruidos, y en el suelo empapado se reflejaban los altos edificios. Su mente perturbada sólo podía pensar en la cantidad de libros que se estaban leyendo en ese momento, eran goteos continuos de voces que le taladraban la consciencia. Algún día dormirá tranquilo, pero esa noche aún había mucho trabajo que hacer.

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