A Lily
Desde este punto cualquiera que la viera pensaría que se trata de una niña como de seis años. Luego su silueta se desprendería de la tarde que tiene de fondo; y a medida que se acercara la edad estimada iría en aumento. Es la visión de un tiempo que va y vuelve. Que viaja a través de la brisa del mar y le golpea la cara marcándola con brochazos de infancia y madurez, que se le pintan como un lienzo impresionista. Esa playa llena de ilusiones es toda su vida cambiando a cada paso que da. La arena espesa impide que se desplace con facilidad. Unos metros adelante sería una adolescente soñando con la felicidad de sus lecturas de primavera. Pasos atrás podría ser la joven treintañera saliendo de una despedida de soltera en el Oasis Palace, con una botella volteada en la mano escurriendo por su camino. Pero desde este punto se ve como una niña. Cambiante sí, sin tiempo fijo sí; pero a fin de cuentas una niña como de seis años.
Ella recorría el camino de arena. En su andar se encontró con una pieza blanquecina que salía del suelo arenoso, era dura y cóncava. Descartó la idea que fuese el hueso de algún dinosaurio, cosa que casi le convencía, puesto que su madre le había mandado a recolectar conchas, corales, piezas de arrecife, caracoles o cualquier otra cosa que saliera del mar que se pudiera atesorar. Esa debía ser una concha así que la metió en su frasco. Siguió caminando.
A lo lejos veía una gaviota tratando de sacar algo del suelo; intrigada corrió lo más rápido que pudo para saciar su curiosidad. La arena parecía que tardaba un poco más en caer cuando salpicaba por las apresuradas zancadas de la niña, de la joven, de la anciana, de la joven y luego de la niña otra vez. La gaviota espantada alzó el vuelo. Llegó la niña y retiró el objeto. Era una concha muy rara. Tenía dos tapas, una debajo de otra. Al levantar la de arriba saltaba a la vista a una serie de páginas pegadas entre sí de un extremo. Leyó la primera línea y fue saltando de una en una hasta que acabo leyendo el primer párrafo de la primera página.
"Aristoteles tenía la convicción de que los cuerpos caían más rápido mientras más pesados eran porque era su destino estar en el centro de la tierra donde se encuentran todos los objetos pesados".... "Siguiendo la misma dirección trazada por la ingenuidad aristotélica, cabe cuestionarnos sobre el destino gravitacional de todas las creaciones de la naturaleza, incluida nuestra alma"... "Nuestro espíritu libre de cualquier composición terrosa no aspira a unirse al centro terrenal como si se tratase de cualquier residuo montañoso"... "El destino de las rocas es caer, el nuestro es volar".
Releyó la última línea y alzó la vista al cielo donde la gaviota daba círculos sobre su cabeza, como intentando leer también las páginas de la concha que había sacado de la tierra. "El destino de las rocas es caer, el nuestro es volar". Metió la concha en el frasco y siguió recorriendo la playa.
Entre las personas que acudían a la playa estaban los amigos que habían venido a tomar una cerveza y disfrutar la hora del sol. A ella le faltarían unos tres pasos hacia el poniente para saberlo. Los veía de lejos, desde la infancia con extrañeza, como quién ve a los fantasmas de su memoria venidera. Espectros familiares bañados por una capa de prejuicios y desconfianza.
Una pelota de colores le cayó a un metro de distancia, era de una pareja que jugaba a la orilla del mar y le hacían señas para que fuera tan amable y se las pasara de vuelta. La pequeña tomó la pelota y se dirigió hacia ellos. En su curso el velo que cubría a sus amigos con indiferencia por desconocidos se le borró. Creció y se encontró sosteniendo un objeto de colores que recordó divertido. Se detuvo por un momento y miró alrededor, sus amigos empacaban sus pertenencias para irse. Ahora los recordaba, los había conocido el último año de la carrera, el más grande tocaba en una banda con un nombre pretencioso que era alusivo al capítulo de un libro que ella admiraba mucho. Así lo conoció a él y después a su grupo de amigos, gente muy interesante.
Eran agradables los domingos en que frecuentaban la playa. Uno tocaba la guitarra y otros se prendían y bailaban. Escuchó esas melodías y le dieron ganas de bailar también, estaba muy emocionada. La pelota de colores, pensaba, le recordaba a esos domingos playeros, de cierto modo era un jubilo muy grande, como inflado.
Cambió el rumbo para acercarse a los jóvenes. Pero la infancia le fue desdibujando la estatura y la cordura al avanzar. Volvió a ser una niña y se encontró con la pareja. Les extendió el balón pero no hicieron caso, estaban mimándola con una amplia sonrisa. La mujer le tocó el cabello y le preguntó su nombre.
Dijo "Azul, me llamo azul". Esa semana había aprendido los colores en la escuela y recordó estar frente a un cubo de un color fascinante y pronunciaba una y otra vez el nombre hasta que llegó a creer que se trataba del suyo. "Azul" y luego más detenidamente cada parte de la palabra "a..z..ul". Era un color que le recordaba a su lugar favorito: al mar, a la playa, al cielo. Y tenía una convicción casi aristotélica de que al decir azul, todo el azul vendría a ella de manera instantánea. "Es un lindo nombre", dijo la mujer, "si te vemos otra vez por aquí con la pelota podremos gritarte Azul y sabrás que te invitamos a jugar".
La niña tenía que recolectar las conchitas para llenar el frasco así que siguió caminando después de haberse despedido de la pareja.
Dio un paso más y se encontró joven frente a una pieza coralina, estaba pintada y tenía grabado el nombre de un sueño. Es mágico la manera en que se acercan las cosas a uno cuando se pronuncia su respectivo nombre. Habría que conocer el nombre de cada cosa para cuando se le quiera llamar. Hay hilos secretos en el lenguaje que conectan a las cosas con las ideas, al tiempo con el espacio, a las personas con sus distintas realidades; y todo parte de una palabra, de un nombre. Así, apenas leyó la inscripción en la concha fue como jalar uno de esos hilos invisibles que la arrastró por toda la playa hasta caer en un sueño profundo.
Azul, todo lo que soñaba era azul. No era una pared ni un piso ni un techo azul, era tal cual el color en toda su expresión desbordante a su alrededor. La envolvía pero no sentía que la tocara. Era feliz ahí en el color azul. Sin embargo, pese a toda la felicidad que pudiera sentir no era una niña ya y al cabo de unas horas empezó a creer que estaba muerta. En aquel espacio, apenas se le ocurrió esa idea, se escuchó una pregunta roja que le estremeció hasta los huesos y casi rompe su frasco de recolección. ¿Es este el paraíso? Nunca supo el nombre del paraíso. ¿Cómo pudo entonces haberle llamado para que estuviera en el?
Un joven hace tiempo se le habría acercado y habrían discutido acerca de los nombres. Este le habría robado un beso diciendole después "ven, vamos a nombrar el paraíso para luego saber cómo llamarle". Ella lo tachó de loco y corrieron juntos hasta la playa. Pero recordaba, ella había llegado sola.
Intentó despertar inventando un nombre a la playa para regresar y funcionó. El azul se rompió en una explosión acuosa y la cubrió de tal forma que la sofocaba. Una fuerza desde lo profundo la empujaba hacia arriba. Algunos peces pasaron frente a ella y se veía reflejada en las burbujas que hacían. Se encontró flotando tranquilamente acercándose a la superficie. Era su destino, lo había leído, volar. Logró salir por fin y dio un respiro hondo, estaba suspendida dando pequeños golpecitos a manera de pataleo para mantenerse a flote. En la orilla vio a los jovenes acampando y contando historias, a la pareja con su pelota, las gaviotas comiendo de la mano de unos niños y muchos objetos como arrecifes esparcidos por toda la arena. En su mano todavía conservaba el frasco y la concha, esta vez evitó leer la inscripción y la metió junto con las demás.
Llegó a tierra firme y dio un primer paso. Un aire fuerte le azotó el cuerpo y la tumbó en la arena. Su frasco cayó al agua y se fue alejando con la marea. Le costó mucho trabajo levantarse y sintió que el golpe le había roto toda la piel y los huesos. Debía ser así, estaba agrietada. Ahora se daba cuenta del error que iba a cometer. Se alejaría a recolectar misterios a la playa otra vez y podía estar ahí otra concha con el nombre de algún sueño del que podría no despertar otra vez. Tenía que saber cómo llamarlo, con qué palabra iba a gritar por su auxilio. La niña se hincó ante el mar que se extendía frente a ella hasta el ocaso. Colocó su mano sobre el agua a manera de caricia y le preguntó su nombre. Ahora había conocido al paraíso y no haría otra cosa que llamarle por su nombre.