"Ésta mañana desperté en medio de un sueño divertidísimo, abría los ojos al tiempo que soltaba una carcajada", le dije a El Viejo mientras recogíamos las cosas del campamento. No dijo nada y seguí hablando. "Ahora no recuerdo de qué trataba el sueño, me deprime pensar en las cosas que nos hicieron felices y no podemos recordar". No dijo nada, me callé. Seguimos andando por el terreno rocoso, en el cielo ya se empezaban a ver los primero brotes del atardecer, el suelo ya no calentaba como antes y podíamos ir descalzos para estar más frescos. Trepamos unas cuantas rocas grandes y nos sentamos un rato en la más alta para ver el juego de colores que se tendía en el cielo. El Viejo empezó a contar una historia.
"Habré tenido unos 17 años y cursaba la preparatoria, moría por un carro. Jaime Calzar tenía uno que su papá le había heredado antes de marcharse con su amante, que resultaba ser una maestra del colegio. Recuerdo que me latía una de las chicas del salón de junto y siempre la veía caminar cuando salíamos al terminar la jornada. Siempre pensaba que uno de esos días la iba a acompañar. Claro que muchas cosas evitaban que lo hiciera como que mi hermana iba por mí saliendo del trabajo y le quedaba de paso y ella vivía mucho más lejos de mi rumbo. Así que una de las soluciones que se me ocurrían era tener un carro para llevarla y todo eso. Claro que era un chaval sin pensamiento cuerdo, era demasiado tonto en esas fechas. Bueno, pues Jaime tuvo un coche y durante una temporada la llevaba a su casa. Era una chica de esas que te le podrías quedar mirando toda una clase entera o que al entrar en una habitación se sentía diferente la atmósfera. Era especial. Sabía que Jaime era un jugador y un fantoche y sólo presumía su coche con ella, me sentí enfadado conmigo mismo por creer que ella caería en sus artimañas... pero al final cayó".
El Viejo hizo una pausa muy prolongada. Lo conocía bastante como para saber que ahí no había terminado su anécdota, que faltaba su conclusión. El Viejo nunca decía nada con lo que no pudiera concluir algo, tal vez por eso no me seguía la conversación a menudo, sólo se quedaba callado.
Me levanté y tomé mis cosas para hacerle entender que se nos hacía tarde y teníamos que seguir avanzando. "Siempre se le acusa a uno de querer hacerse la víctima, pero muchas veces sí lo somos. Las verdaderas víctimas son los honestos, pues viven en un mundo lleno de farsantes. La gente no se da cuenta pero el miedo a la muerte no es el más profundo que pueden sentir. Hay uno mucho más común, que se vive a cada instante con mayor intensidad y presencia". Él seguía viendo el atardecer, me detuve en mi descenso para escucharlo mejor. "La gente tiene un miedo tremendo a parecer un imbécil. Por eso se la viven fingiendo todo el tiempo, y la persona que desea ser honesta a pesar de lo que pueda parecerle a los demás se le aplasta sin píedad y en el fondo es una envidia de que ellos no pueden ser libres de su miedo."
Había empezado a bajar la roca también, cuando estuvo cerca le alcancé a decir que si fuera un miedo tan común el mundo no estaría tan repleto de cabrones como él lo pintaba. Eso para mí no sonaba como un miedo sino como un sentimiento de competencia de querer probar que hay alguien mejor, como Jaime con su carro, pero creo que estaba equivocado. "Hay tanto cabrón al mismo tiempo que hay tanto suicida, y aún así la muerte es el miedo más común de todos" me dijo al mismo tiempo que se sostenía de mi hombro para bajar; "sé honesto todo el tiempo, no tengas miedo de parecer un imbécil por que en el fondo todos lo somos, solamente que no todos lo reconocemos."
Continuamos unos metros, él viejo iba tarareando quién sabe qué canción que sonaba como si quisiera seguir los acordes de una guitarra eléctrica muy pesada. Entonces recordé el sueño con el que había despertado y solté la carcajada como en la mañana. El Viejo se detuvo a ver mi ataque de risa, bajó la cabeza e hizo una mueca que podría parecer la mitad de una sonrisa o de disgusto. Nunca lo había visto sonreír así que lo tomé por eso.
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