Aún no conozco el límite del mundo, ni he visitado mas allá del firmamento, pero te he conocido a ti, el eterno compañero.
Con cuanta pasión ilumina el sol esta tierra blanquecina y marchita.
Nota el esmero con el que derrama su luz en el día y aún también durante la delicada noche.
La azucena se balancea adormecida. Vuela en una canción golondrina de primavera, a través de montes rojizos y llanuras nebulosas. Llora el alba y moja de su llanto el agua de aquel estanque; colecciona sus lágrimas de luz en un reflejo tiritante.
Háblame atardecer de verano, dime que la espera no ha sido en vano; llévame hacia tu guarida, donde sale el sol, para salir con el.
Las ramas de los árboles y sus hojas le ruegan al viento que los arrebate de su lugar y los acerque a su resplandor; pero caen sin vida y sin verdor agonizan el día que estuvieron así de alcanzar el cielo.
Es en esos días de otoño es cuando se le añora más. Ya se despide en un hilo de aliento juvenil la primavera y las corrientes cálidas de verano, las banquetas crujen y el cielo brama. Pero el suelo canta ahora, y clama, un clamor húmedo y sollozante, frío de otoño, casi invierno.
Están congeladas las memorias de la tierra y solo el sueño se apiada de ella.
Como ese arroyo prendido del tiempo muerto, ahora refleja en sus cristales y no en aquellos raudales de agua viva, un nuevo mundo que quiere cantar una vieja canción de amor, de glaciares, de vanidades terrenales y divinos coros celestiales.
Escucho el canto y deseo dejarme llevar, dejar de ser yo mismo, pertenecer al flujo natural donde todo cambia, todo es nuevo con la salida del sol.
-J.L Alanis
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