martes, 23 de septiembre de 2008

Un poeta en la silla.

Había una vez, en una única y rarísima ocasión, una silla de madera purísima que levitaba. Bajo ella pasaba el mar en su caotico movimiento vestido con estrellas y del reflejo nocturno. La silla se iluminaba con la luz del sol en un el cielo que mostraba un azul destellante, unas nubes como corderos cazando y devorando gaviotas empujadas por el aire.
La silla se podía contemplar desde Port Llagat, aquellas rocosas playas paisajes de las pinturas surrealistas, donde duerme la locura y el tiempo se derrite como queso sobre el pavimento caliente. Uno no vive lo suficiente para contemplar una cosa de esas. No basta una vida para lograr subirse a la silla. Está tan alejada de nuestra textura y la suya tan cerca de nuestros deseos.
La silla se pierde entre la nieve que se desborda del frio. Se congela. Es arrebatada por torrentes de aire cargados de estacas de hielo que se precipitan haciendo como puñales en toda su estructura, la madera no resiste, se quiebra y va a dar contra un monte. En el acto se rompen las estacas en diminutos fragmentos. Aquellos pedazos de la silla eran más grandes. Amputada, dequebrada, afloran desde su tallada piel pequeñas astillas como creciente cabello en un bebé, crecen en un espacio desierto. El viento pide más y le arranca esos cachitos de madera que vuelan sujetos a la corriente.
La silla gime, una de sus patas se mece con el correr de la atmósfera y llora.
Aquél monte formaba parte en ese de una cadena dentrífica, en la quijada del mundo, la silla yacía malhérida en la cima de un molar. Desde ahí no era una silla, era una carie.
El tiempo se derretía y mientras esto pasaba la silla consiguió aceptar su situación y su condición de carie.
La metamorfosis se completó y en menos de lo que crece un rosal era una bacteria para el terreno, un ácido que destruía el tejido y se crecía hasta la profundidad del mundo. En el centro del planeta se vive una experiencia parecida a la que se tiene cuando se nada en una olla a punto de ebullición. La silla en su condición de carie se había multiplicado hasta formar una sociedad, un pueblo con millones de integrantes pero que a la vez era solo una, la silla; que se dedicaba a la destrucción de las paredes en las que estaban adheridos, era una actividad cuyo único objetivo era avanzar hacia lo desconocido.
Así llegaron hasta los órganos más internos. La tierra hervía a vida, palpitaba desde su interior mientras su espíritu se arrastraba sobre su áspera cobertura, se colaba entre grietas y perforaciones aullando, a veces incluso ladraba rabioso, y la carie temió. Toda su extensión desde la boca del orificio en el molar hasta la punta que posaba sobre un vaso sanguíneo, sudó y el sudor se condensaba en vapor, y éste a su vez volvía a ser sudor producto de una bacteria temerosa. Un ciclo infinito que sofocaba a la carie. Aunque estaba conciente de lo que se hallaba debajo de la capa rocosa, su desesperación le hizo cometer uno de los errores que como silla nunca hubiera podido cometer, y estaba contenta de aquello.
Partió la tierra y de ella manó lava hirviendo que se esparció por donde encontró espacio para esparcirse. Cubrió a la silla abrazándola en magma, la quemó y se expulsó a la superficie a través de la boca de un tigre que había quedado atrapado tiempo atrás en la telaraña de un insecto gigantesco hasta el punto de formar parte del mismo suelo.
Seco la sangre terrestre y adquirió forma rocosa que rodó por todo el cuerpo del inmóvil felino hasta el mar en una carrera frenética por convertirse en pez.
Como pez, la silla fue feliz, nadaba por aquél mar de noche donde en un tiempo atrás levitaba sobre la capa acuosa, entre el cielo y la tierra. Pero por supuesto como pez la silla nunca pensó que eso pudiera haber pasado y nadar en el mar le produjo dicha y gozo. Se movía en muchas direcciones, aprendió a controlar infinidad de velocidades. Se hizo diestra para nadar, no había limites como en el silencioso y oscuro interior de la tierra, donde era esclava de la tierra y su condición destructiva. Se acercaba con los otros peces para burlarse de los tiburones y pulpos, a los que envidiaba por la fascinación que tenía por los tentáculos. Un día la silla encontró a un pez infeliz, llevaba una pluma incrustada en una de sus aletas. La silla nunca había visto algo y se ofreció a ayudar al pez malherido. Al retirarle la pluma de su cuerpo, el pez se deshizo en una sombra de tinta que le manchó el rostro y lo cegó. La silla nunca soltó la pluma, y aún ciega siguió nadando, pero su felicidad se había desvanecido y había perdido todas las esperanzas hasta que se encontró con la superficie.
Del mar salió un naufrago, una silla en condición de hombre que por vez primera respiraba aire limpio. Apenas sentía sus brazos que momentos antes eran alas escamadas y sus parpados temblaban. Su boca estaba pegada a la arena templada, blanca como talco, suave al tacto. Sus cabellos danzaban junto a la brisa juguetona que le acariciaba la cara y le arremolinaba las pestañas. El hombre sintió, abrió los ojos y el fulgor del paisaje le atrapó el pensamiento; escuchó y el sonido del mar le desató de su debilidad. Sentía en la cabeza un millar de aleteos, y sus pies se despegaron del suelo. Entonces entendió todo. Tomó la pluma y escribió sobre su piel: Ahora soy una silla, y sobre mí se asienta la razón y las ideas, la imaginación y la libertad verdadera.
José Luis A. M.

2 comentarios:

Goma Rosa dijo...

clap clap clap
jose luis, no habia tenido tiempo ni memoria de leerte..
llevo poco leyéndote, pero me encanta como escribes.
talento, enserio.

Anónimo dijo...

GRACIAS POR ESCRIBIR ASI JAJA =)
CON MUCHA ATENCION:ITZEL CORONADO.