viernes, 23 de enero de 2009

Bajo el candil del mago..

Pocas cosas se hablan de los magos que habitan los despeñaderos blancos de la isla de Buyan. Se habla de ellos en muchos pueblos que habitan poblados casi deshabitados por todo el viejo mundo, y eso es por que no fue hace mucho que salieron de la isla para hacer de una montaña lejana su nuevo hogar. Muchas de esas pocas cosas que se dicen de ellos son mentira, invenciones de señoras hartas de que el niño esté chillando o de ancianos que miran demasiado el amanecer. Pero una cosa es cierta, los magos de antes no son los mismos que ahora.
Diciendo de un linaje antiguo que habito las cordilleras calizas de ese remoto paraje que desaparece de la vista y reaparece de vez en cuando, todo el lugar es magia latiendo.

Cruzábamos el bosque casi entrando el atardecer. Nos dirigíamos a la zona más densa, donde las copas de los árboles se elevan hasta interponerse con el vuelo de las aves y la luz del sol. Las barbas de mi mentor se arrastraban por el suelo recolectando hojas secas que unos cuantos pasos adelante terminaban rota. Como de costumbre yo hacia el recorrido detrás de él y notaba como las ardillas jugueteaban con su bata dando pequeños saltitos para prenderse de ella.
Esa vez yo estaba en silencio, pero en mi dimensión interna había tanto ruido que no dejaban concentrarme.
Se supone que ese es el día más feliz de un mago, pero de un aprendiz de mago siempre es un momento crucial.
Cuando por fin cruzamos la penumbra, donde sólo podía seguir a mi maestro por su ronca respiración y su andar entre la maleza; llegamos a la ciénaga.
Nunca antes había contenido tanto la respiración, era el lugar más bello que podía imaginar. Rondaban rumores que el alma de la isla descansaba en ese sitio, por ende el lugar que emanaba más sustancias mágicas.
Sólo un árbol pequeño crecía en medio de la ciénaga, pero alrededor todos eran más bajos y dejaban que la luz del sol remojara sus puntas sobre el agua. Los árboles parecían vociferar algo cuando el viento recorría sus copas, sus hojas cambiaban de colores muy intensos, destellantes, eran como oro puro.
"No puedes tocar éstas aguas, al menos todavía no", me dijo, aunque parecía estar hablando con unos matorrales achocados a sus pies. Luego se volvió y me ofreció una mirada que sólo los magos saben hacer, pero es parecida a la de alguien que sabe que ha llegado la hora de despedirse.
"¿trajiste la mecha, la has fabricado como te dije?", me preguntó, sus grandes lentes le duplicaban el tamaño de sus ojos. "Así es, trencé mis cabellos y lo bañe de la sustancia que me indicó".
Momentos más tarde hizo una reverencia al viento y este le resopló con jubilo, más tarde me confesó que lo había abrazado, que eran buenos amigos, sobre todo el que viene del norte.
El ritual había comenzado. Se adentró en el agua y se hundió mientras caminaba. Recuerdo que esperaba sentado con las piernas arrojadas sobre el pasto mientras contemplaba como el agua burbujeaba como siguiendo un rastro hasta el árbol del centro.
Cuando las burbujas cesaron ascendió el mago frente al árbol y de su morral sacó un fósforo, no era cualquier fósforo, sólo podía ser encendido al hacer contacto con la madera de ese tronco.

Se me ha pasado un detalle importantísimo para continuar mi anécdota, que por cotidiano en mi cultura se me había pasado de largo. Los magos llevan una vela apagada sobre sus cabezas, algunas son muy altas y otras no, mucho depende de la sabiduría, experiencia y edad. No tiene mecha, sólo es obelisco de cera, como un unicornio quizá.
Ahora, contaba que el mago encendió el fósforo al frotarlo con la madera rojiza del árbol, en ese pequeño instante todo se ilumino, por un momento creí que quedaría ciego. Pero justo cuando todo volvió a tener sentido para mi vista, el mago estaba enfrente de mí con el fósforo encendido.

"Ha llegado la hora de que te conviertas en parte de la magia mi joven pupilo". Entonces le entregue mi mecha, como tantas veces había ensayado; para hacerlo más pomposo me incliné y le extendí la mecha con ambas manos y mi vista incrustada en el césped. Oí como se reía de mí, le provocaba gracia o a lo mejor le recordaba sus épocas pasadas de estudiante. Se me hizo eterno pero al final tomó la mecha y la cosechó en la cera con un movimiento de su dedo.

El pasto parecía más verde que de costumbre y los pájaros no dejaban de cantar a la par que seguían con su mirada curiosa la llama bailarina del fósforo a medida que yo lo acercaba a la punta de la mecha que ahora formaba parte de la vela en la cabeza de mi maestro.

Una vez que se encendida la vela no hay vuelta atrás, se renuncia a la vida inmortal y se espera el eterno respiro en una mortal, me sabía esa historia: cuando la llama haya consumido por completo la vela el mago o la maguinia morirán al instante, pero de la primera gota que derrita el fuego de la vida nacerá un nuevo mago.
Y así fue, mi maestro inclinó su cabeza hasta estar frente con frente y una pedazo de cera se hizo como agua y resbaló hasta caer en mi cabeza. Era caliente al principio, luego sentía como una pequeña piedrita a la que le costaba trabajo hallar peso, pero después pude sentir fluir en mis venas algo indescriptible, era la magia.
De ese momento en adelante mi vela crecería conmigo, estaba por mi cuenta, él ya me había enseñado lo suficiente, es por eso que después de que se despidió hizo lo mismo que todos los magos hacen en sus vidas mortales, peregrinan sin rumbo fijo, haciendo el bien o haciendo el mal, sólo ellos saben que hacer con su envidiable poder.
Nuestro envidiable poder, por que en ese instante en el que la gota se adherió a mí me convertí yo también en un mago, que aunque tenía mucho que aprender, sería emocionante.

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