La niña del semáforo entregaba un ramo de rosas al señor del carro amarillo huevo. Un pétalo se desprendió y cayó en el pavimento. Los carros pasaron y el viento elevó el pequeño
huerfano hasta entrar por la ventanilla de un taxi. En el viajaba una señora joven que revisaba su agenda: el cumpleaños de una amigo de su hijo de siete años, la próxima semana tenía una entrevista con unos clientes, y el día siguiente tenía que ver a su
ex-
márido; eso le agobió y cerró la libreta de golpe, y de igual forma encerró entre sus páginas el pétalo de rosa que se había caído suavemente sobre el veinte de marzo.
El señor del carro amarillo huevo dejó el ramo de rosas en el asiento trasero del coche, éstas esperaban mientras el coche se mantenía en silencio, sólo se escuchaba y si acaso alguna de sus hojas lograba atisbar por la ventanilla al señor pasearse inquieto hasta la puerta principal de una casa, donde unos minutos
despues salió una mujer que parecía haber perdido testigos.
Despues de escudriñar los alrededores se metieron a la casa rápidamente.
Fue como todas las demás fiestas, un salón alquilado dónde un payaso entretenía a los niños y botanas a los padres que gozaban de un momento de sociedad que la paternidad y maternidad les podía dar. Era como matar dos pájaros de un tiro, desde que comenzó a trabajar, la señora joven que iba de pasajera en el taxi no había podido combinar el trabajo, su rol de madre y su circulo social. Esas fiestas eran la excusa perfecta, pero ese día no estaba de humor, sólo pensaba en el día de mañana, 20 de marzo, en el que vería
despues de un par de meses a su
ex-
márido.
Todo pasó tan deprisa que sentía que no tuvo el tiempo para discutirse las razones, las causas de sus separación. Pero cuando recapacitó, los berrinches infantiles parecían tener más sentido que la situación en la que vivieron. Quizá un
petálo seguía encerrado en su corazón, quizá una semilla esperando brotar.
En el sillón de la sala fue donde descansaron besos y caricias, deseos prohibidos y miradas
complices. Era lo más accesible, no había tiempo para subir las escaleras, entrar al cuarto y
destender la cama. El hombre del carro amarillo escuchó el coche del esposo de su amante y fue como una alarma para ambos. Salió por una ventana y corrió a su coche que estaba estacionado frente a la casa del vecino. Eran las ocho de la noche, era tarde, pero tenía las rosas, seguramente ese sería el pretexto perfecto, quedaría como un héroe, incluso tal vez (imagino) podría terminar con su esposa lo que empezó en la casa que acababa de dejar, los brazos que le seguían cubriendo la cabeza.
El día, la hora marcada llegó y la visita no fue del todo mal. Ellos hablaban sobre la escuela de su hija, sus planes, cosas de adultos, pero sus miradas trataban aspectos más sofisticados. Sus ojos fueron
arqueólogos, descubriendo restos de una civilización antigua que aún tenía resonancia en su respiración, su palpitación, sus manos temblorosas, etc. La señora joven que viajaba en el taxi se levantó de la mesa para dejar la casa, se despidió de su
ex-esposo, y él se despidió de su
ex-esposa... quizá ambos se despedían de lo que ahora significaban para recuperar lo que eran en un pasado. Él cerró la puerta y levantó las tazas en las que se habían servido café, pero junto a una estaba la agenda de ella, no era nada extraño pues siempre fue muy desconcentrada.
Trató de evitarlo, pero no resistió y sus dedos se deslizaron por las páginas hasta el día de hoy, 20 de Marzo, donde alcanzaron a palpar un pétalo de rosa que aún le teñía un dejo de vida.
No hace falta decir que ambos, tanto el señor del carro amarillo huevo como el
ex-esposo de la joven señora que viajaba en un taxi llegaron corriendo, uno a con su esposa, otro a con su
ex-esposa. La diferencia radica en que uno recibió una cachetada y otro un abrazo, un beso, una mirada, un pétalo del alma.