Fue por costumbre que abandonó su espacio, se levantó de su silla, para dejarla descansar. Con su dedo índice trazó un rectángulo en el techo; un agujero por el que se veían las nubes delgadas de un sábado en la tarde. Tomó su taza y le amarró un hilo. Después, con la delicadeza que le consedían sus delgados dedos de madera, le vertió café descafeinado, ligero, que la hizo levitar y salir hacia el cielo, como un globo lleno de helio. Las arrugas en su rostro marcaban las seis de la tarde. La paloma ya se había tardado en traer el azúcar y una ramita de olivo para refrescar el café. El piso era de mármol blanquísimo como papel higiénico, frágil como papel higiénico barato y aséptico como papel higiénico nuevo. En él se reflejaban sus pestañas y las diminutas orugas que tejían su capullo en ellas. A veces esto le impedía ver bien. Y a menudo, por el sonido que hacían al tejer, parecido al de un tren arrojado a un precipicio, tambien le era imposible escuchar otra cosa.
Un chasqueo de los dedos, un golpe con la punta del zapato al suelo, una sacudida de bigote, un leve aire caliente por las orejas, un goteo continuo en las escaleras, un tic y un tac y dieron las siete de la tarde. Sucedió a las siete con uno. Un cubo de azúcar salpicó amargas gotas de aserrín mientras caía a las profundidades de la tasa, se desbarató a medida que era consumida por el café y endulzó el paladar amargó de un catador de vinos en Dinamarca que despreciaba las maneras modernas para prepar bebidas, como el exprés italiano o la máquina de refrescos en Mc Donalds por la abundancia de burbujas que producían.
La paloma zumbó mientras cortaba las delgadas nubes de la tarde; y éstas cayeron hechas añicos sobre la húmilde morada de alguien que tenía por costumbre abandonar su espacio y levantarse de su silla, para dejarla descansar...
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